1.5.13

Pensar las instituciones, más allá de la violencia.


La semana que acabamos de transitar fue en imágenes y tendencias: violenta, podemos decir con seguridad y más allá de nuestra posición en el tejido social que condiciona nuestra manera de interpretar la realidad.
Desde lo que se dio en llamar “18-A” y la brutalidad de la policía metropolitana, pasando por una pelea on-line de dos niñas camino o a la salida de la escuela, reproducida centenares de veces por el ciberespacio, o bien toda esta térmica puede rastrearse desde las inundaciones del mes pasado, e incluso atravesando el trato vergonzoso que recibió, una supuesta denuncia de lavado de dinero, con cifras obscenas y personajes disparatados todo, todo al ritmo del show televisivo.
Hemos asistido a una monografía de nuestros tiempos: compulsivos y convulsivos.
Suelen utilizarse expresiones referentes a los procesos de salud y enfermedad, ya lo sabemos, para advertir el pulso de lo social, sin que ello implique un diagnóstico especializado, sino a modo de ilustración. Lo compulsivo representaría el rasgo obsesivo de una práctica que oprime al sujeto, es una respuesta violenta y continuada, a sabiendas de su malignidad, mientras que por su parte lo convulsivo es una alteración mental que dura unos minutos con fuertes contracciones musculares, ambas patologías parecerían describir los rasgos de nuestro quehacer cotidiano, en un tiempo en que al menos dos prácticas y discursos pujan por la verdad historizante. 
Las sociedades modernas se desarrollan en el espacio de lo institucional, en medio de un sistema que establece criterios de existencia, tanto la vida individual como colectiva transcurre en el suelo conformado por las familias, la escuela, la fábrica, el hospital, el cuartel, la prisión. Todas apoyadas en el Estado que les da consistencia integral y las articula, ya que las instituciones entre sí, desarrollan relaciones análogas, utilizando lenguajes comunes de modo transferencial, podemos decir que cada institución opera sobre las marcas dejadas por otra previamente, por ejemplo la escuela opera desde las marcas que ha dejado la familia en el niño. Así se teje un encadenamiento institucional que reproduce modos, lenguajes y conductas. La cultura así entendida, es un permanente proceso de significaciones. A partir de esto podemos entender que pensar la violencia escolar, es pensar la violencia en sí.
El sujeto se define conforme a su relación con la ley y es el soporte subjetivo de las instituciones, es decir que el ciudadano se constituye en torno a la norma. Sencillamente: si alguien puede lo que puede y no puede lo que no puede, es porque todos pueden o no pueden lo mismo. La ley en su plano de formulación (igualdad formal) permite y prohíbe a todos por igual, el hombre no es solamente quien está biológicamente definido, sino mas bien quien por sus prácticas se realiza socialmente, quién permanece en las instituciones.
¿Es caer en un fatalismo discursivo si pensamos que nuestro tiempo es violento y fragmentado?, ¿es nuestra sociedad zona de tormentas? ¿Qué tipo de identidad se forja, en un clima de permanente conflicto? Según la Real Academia Española, violentar es aplicar medios para vencer la resistencia, es una acción no consentida y por tanto repudiable. Mientras que la identidad es el rasgo común, el resultado siempre provisorio del entrelazo de historia y representación. En los Estados modernos, la soberanía que se deposita en el pueblo, no descansa allí estáticamente sino que desde él emana y es delegado en sus representantes. La capacidad de delegación de tales facultades forja la conciencia social. La identidad es una relación de construcción compleja y no exenta de diferencias ya que está inserta en una lucha de poderes que en tanto decisiones políticas, éticas e históricas, son abiertas al cambio y transformaciones.
Desglosar el estatuto de la violencia es una tarea imprescindible y urgente, se trata de distinguir el sentido de los términos y formas por las cuales, los sujetos ejercen poder a través del lenguaje, que lejos de ser un mero medio de expresión es quizá la más importante de las instituciones, impone pretensiones de verdad y crea lo existente. En ciencias sociales, el lenguaje suele estar cargado de fatalismos configurando imágenes potentes y en este uso, se torna incapaz de consensuar y construir. Esta incapacidad del lenguaje monopolizado por pocos actores lo limita y pasa a ser un indicador de subdesarrollo social.
Ideología y lenguaje son inseparables y constituyen una prioridad en la acción política porque consolidan una forma de interpretar el mundo, de legitimarlo y de justificarlo. Pero no es lo mismo autoridad que poder, mientras que la autoridad surge y se sostiene desde un conjunto de valores respetados colectivamente, el poder surge solamente de la acción de relaciones de fuerza, lo que implica dominación y subordinación; podemos decir ya que hay poderes que carecen de autoridad. El discurso fatalista del poder desprovisto de autoridad, impregna de conspiraciones el espacio institucional y pone la trama social en permanente posibilidad de catástrofe, en una lógica ambivalente que va desde la espera a la desesperación.
Ficcionar la realidad, narrarla es hacer de ella una convención, un acuerdo que atenta contra la democracia sustantiva y la violenta hacia su forma pasiva, subordinada. Los discursos con pretensiones de universalidad erosionan el espacio político, entonces la reproducción social se entrampa en una circularidad viciosa y el sujeto lejos de emanciparse y partir en búsqueda de su realización, deviene en eterno carente, alienado, constitutivamente violento. 

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