La
semana que acabamos de transitar fue en imágenes y tendencias: violenta, podemos decir con seguridad y más
allá de nuestra posición en el tejido social que condiciona nuestra manera de
interpretar la realidad.
Desde
lo que se dio en llamar “18-A” y la brutalidad de la policía metropolitana,
pasando por una pelea on-line de dos niñas camino o a la salida de la escuela, reproducida
centenares de veces por el ciberespacio, o bien toda esta térmica puede
rastrearse desde las inundaciones del mes pasado, e incluso atravesando el
trato vergonzoso que recibió, una supuesta denuncia de lavado de dinero, con
cifras obscenas y personajes disparatados todo, todo al ritmo del show
televisivo.
Hemos
asistido a una monografía de nuestros tiempos: compulsivos y convulsivos.
Suelen
utilizarse expresiones referentes a los procesos de salud y enfermedad, ya lo
sabemos, para advertir el pulso de lo social, sin que ello implique un
diagnóstico especializado, sino a modo de ilustración. Lo compulsivo representaría
el rasgo obsesivo de una práctica que oprime al sujeto, es una respuesta
violenta y continuada, a sabiendas de su malignidad, mientras que por su parte
lo convulsivo es una alteración mental que dura unos minutos con fuertes
contracciones musculares, ambas patologías parecerían describir los rasgos de
nuestro quehacer cotidiano, en un tiempo en que al menos dos prácticas y
discursos pujan por la verdad historizante.
Las
sociedades modernas se desarrollan en el espacio de lo institucional, en medio
de un sistema que establece criterios de existencia, tanto la vida individual
como colectiva transcurre en el suelo conformado por las familias, la escuela, la
fábrica, el hospital, el cuartel, la prisión. Todas apoyadas en el Estado que
les da consistencia integral y las articula, ya que las instituciones entre sí,
desarrollan relaciones análogas, utilizando lenguajes comunes de modo
transferencial, podemos decir que cada institución opera sobre las marcas dejadas por otra previamente,
por ejemplo la escuela opera desde las marcas que ha dejado la familia en el
niño. Así se teje un encadenamiento institucional que reproduce modos,
lenguajes y conductas. La cultura así entendida, es un permanente proceso de
significaciones. A partir de esto podemos entender que pensar la violencia escolar, es pensar la
violencia en sí.
El sujeto
se define conforme a su relación con la ley y es el soporte subjetivo de las
instituciones, es decir que el ciudadano se constituye en torno a la norma.
Sencillamente: si alguien puede lo que puede y no puede lo que no puede, es
porque todos pueden o no pueden lo mismo. La ley en su plano de formulación (igualdad formal) permite y prohíbe a
todos por igual, el hombre no es solamente quien está biológicamente definido,
sino mas bien quien por sus prácticas se realiza socialmente, quién permanece
en las instituciones.
¿Es
caer en un fatalismo discursivo si pensamos que nuestro tiempo es violento y
fragmentado?, ¿es nuestra sociedad zona de tormentas? ¿Qué tipo de identidad se
forja, en un clima de permanente conflicto? Según la Real Academia Española, violentar es aplicar medios para vencer
la resistencia, es una acción no consentida y por tanto repudiable. Mientras
que la identidad es el rasgo común, el resultado siempre provisorio del
entrelazo de historia y representación. En los Estados modernos, la soberanía
que se deposita en el pueblo, no descansa allí estáticamente sino que desde él
emana y es delegado en sus representantes. La capacidad de delegación de tales
facultades forja la conciencia social. La identidad es una relación de
construcción compleja y no exenta de diferencias ya que está inserta en una
lucha de poderes que en tanto decisiones políticas, éticas e históricas, son
abiertas al cambio y transformaciones.
Desglosar
el estatuto de la violencia es una tarea imprescindible y urgente, se trata de
distinguir el sentido de los términos y formas por las cuales, los sujetos
ejercen poder a través del lenguaje, que lejos de ser un mero medio de
expresión es quizá la más importante de las instituciones, impone pretensiones
de verdad y crea lo existente. En ciencias sociales, el lenguaje suele estar
cargado de fatalismos configurando imágenes potentes y en este uso, se torna
incapaz de consensuar y construir. Esta incapacidad del lenguaje monopolizado
por pocos actores lo limita y pasa a ser un indicador de subdesarrollo social.
Ideología
y lenguaje son inseparables y constituyen una prioridad en la acción política
porque consolidan una forma de interpretar el mundo, de legitimarlo y de
justificarlo. Pero no es lo mismo
autoridad que poder, mientras que la autoridad surge y se sostiene desde un
conjunto de valores respetados colectivamente, el poder surge solamente de la
acción de relaciones de fuerza, lo que implica dominación y subordinación;
podemos decir ya que hay poderes que carecen de autoridad. El discurso
fatalista del poder desprovisto de autoridad, impregna de conspiraciones el
espacio institucional y pone la trama social en permanente posibilidad de
catástrofe, en una lógica ambivalente que va desde la espera a la desesperación.
Ficcionar
la realidad, narrarla es hacer de ella una convención, un acuerdo que atenta
contra la democracia sustantiva y la violenta hacia su forma pasiva,
subordinada. Los discursos con pretensiones de universalidad erosionan el
espacio político, entonces la reproducción social se entrampa en una
circularidad viciosa y el sujeto lejos de emanciparse y partir en búsqueda de
su realización, deviene en eterno carente, alienado, constitutivamente
violento.