En pleno auge de la modernidad, allá por el
siglo XVIII, los hombres destinados a ser grandes no respetaban las reglas sino
que las hacían, cambiaban el orden establecido en un permanente optimismo
idealizado.
Mediados por el innegable < retroceso del progreso
>, nuestro tiempo de apatía y arrojo, con escasas luces de ideales y
esperanza, también supone la construcción de reglas que le otorgarían al
hombre, mayor libertad de pensamiento y de acción. Todos levantamos la bandera
de la libertad irrestricta.
Recuerdo un texto básico que compara las aulas
de hoy con galpones, es decir reductos con un precario orden normativo, siempre
a punto de fracturarse.
¿Acaso no es el síntoma de la institucionalidad
imperante?
(La capacidad de ver este corte profundo en la
red de relaciones sociales, debe superar los auspiciosos embates y optimismos
coyunturales, es decir pensar el mundo nos obliga a superar la inmediatez).
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