Cuando el capitalismo se erige como avanzado, los teóricos se pronunciaban a partir de una realidad en la que lo que debía primar era el trabajo humano, como vértice superior de la actividad industrial.
Esto, es una mirada propia de la lógica, donde la satisfacción de necesidades básicas era el producido del esfuerzo del hombre. Donde el valor en que se medía la propiedad, era la capacidad que posee un individuo para trabajar eficazmente cada parcela. Allí comienza la apropiación legítima de espacios comunes (en términos de Looke). El énfasis - repetimos - estaba puesto en el hacer del hombre.
Desde esta perspectiva, tal vez anticuada e irrecuperable, los conceptos de escasez y consumo son altamente relativos, situación subvertida por el capitalismo tardío, donde las necesidades son creadas por la oferta, a fin (solamente) de “colocar” los bienes en el consumo social.
Luego, paulatinamente, el vértice de apoyo de los factores productivos, giró hacia el capital, como sustento y productor de nuevas tecnologías, dejando (progresivamente) al trabajo del hombre, como una mercancía más, quizá la menos estimada.
El capital se vuelve netamente financiero y especulativo, en pos del rendimiento.
Una de las características de la actualidad, es la invisibilización del otro: por exclusión o por despojo de su subjetividad. Así, el otro pierde su rostro y capacidad.
Refugiándose en una torpe idea de individuación, representada por la capacidad de acceso y consumo a bienes (y servicios).
Aquí, podemos continuar en sendos párrafos acerca del biopoder, entendido como la capacidad de administrar la vida de los otros, por parte de los espacios mas próximos al núcleo social (corporaciones políticas, económicas, militares, etc.) – lógicamente tendiendo a la domesticación del individuo y del espacio social (en sumatoria), a través del disciplinamiento.
Desde esta perspectiva el Estado de derecho y el constitucionalismo pierden estrepitosamente la batalla en manos de “otros” grupos, con intereses materiales.
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