Podemos partir diciendo (aproximando) que el instinto de conservación se transforma en el deseo de sobrevivir.
La más arcaica interpretación del hombre acerca del entorno, planteaba una conexión infinita de todo el universo, como atravesado por una misma sustancia (luego esencia). Entonces todo estaba conectado y esa sustancia infinita era capaz (además) de concretarse en infinitas formas particulares.
Era una fuerza anónima (impersonal), capaz de ser todo. En este marco la muerte era una parte más de la integración infinita (universal) y en este marco todo era sagrado. El todo de la existencia era una experiencia religiosa.
Ciertos hechos, como terremotos o la muerte de los niños fueron despertando la conciencia de la individualidad que aleja al hombre de la integración absoluta para darle una noción de parte, en medio del todo. Hay aquí una diferencia cualitativa de vital importancia en el desarrollo de la subjetividad, la diferenciación progresiva.
Se presenta así la duda, el miedo a no saber si el yo (el individuo) se regenera. Ya ha superado en esta etapa la noción de se regeneración de la especie, ahora se pregunta por él mismo. Allí es donde se complejiza la ritualización, para que en el culto se restaure el temor que sobreviene.
Es necesario situar el rito en un contexto socio-religioso (así nos dicen los expertos). Entonces ritualizar es interpretar es significar.
Porque el ritualizar se vuelve a la presencia con lo divino, lo sobrenatural. Allí donde suceden los milagros.
Es salir de lo cotidiano para permanecer brevemente en lo sagrado.
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