Tengo en mis manos un pequeño libro de tapas medio pelo – ni blandas como
las hojas del interior, ni duras como las ediciones que uno guarda con
entusiasmo. Un barato ejemplar de bolsillo, que compré en una mesa de saldos
literarios.
Según parece lo pagué a “$ 16.-”, una débil marca de lápiz me lo recuerda. Como
también me recuerda las horas que he pasado revolviendo los tablones de saldos,
buscando tesoros entre la basura del vendedor de libros.
Es que sospecho lo obvio, estos canallas no saben lo que venden.
La avidez los motiva a vender al payaso de turno, al político en alza, al gurú
vende humo.
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