Es cierto que tuve una infancia y una adolescencia
feliz, crecí en un íntimo contacto con la naturaleza.
No soy un cazador, que sea el propio universo
quien me lo demande o me libre de serlo. Apenas si pesco… soy sencillamente un
trotamundos, un acampante.
Y un lector también.
Esto es un verdadero privilegio para haber
crecido sobre finales del siglo XX – centuria signada por la barbarie mecanizada
y el #estar en ningún lado”.
Corría 1992 – yo con apenas 10 u 11 años y días
antes de mis primeras dos noches en carpa o incluso las que vendrían a la intemperie,
compré un libro titulado “Manual del aventurero” de un alemán un poco
desquiciado, un tal Rüdiger Nehberg. Hoy lo ví todo ajado en la
biblioteca de mi casa. Cuantos kilómetros.
Claro, la naturaleza es una
experiecnia vital, un abanico de corrientes y fuerzas, una constelacion de
sonidos y colores. Profundidad y simpleza.
Mientras uno la encarna se
aleja de lo urbano, luego regresa para desafiarlo y pornerlo de sobreaviso, de
que allá afuera todavía la luna clama por cantares.
Finalmente las travesias y los
libros tienen demasiado que ver. Este pequeño párrafo podría haberse llamado
también “textos de una mochila”.
Así fuimos creciendo y hoy aún
me interpreto en medio de aquella naturaleza cada vez mas lejana del asfalto, un
camino equivocado y un hallazgo: el de uno mismo.
Allí me comprendo mejor que en
cualquier otro lugar, lo que al principio fue una curiosidad, luego un estilo
de vida y un modo de ser – quiero decir: un modo de estar presente en el mundo,
hoy es por fin: una delcaración de principios impostergables.
Libre de dogmas y doctrinas,
solo hay caminos.
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